La presión era
inigualable para Cathy Freeman. La atleta de 27 años era prácticamente la única
chance australiana de quedarse con una medalla de oro en atletismo en los
Juegos de Syndey, en 2000. Pero ella encarnaba algo más: era aborigen, y llevaba
su origen con orgullo. Espejo de una gran porción de la población que se
identificaba con ella como símbolo de superación, también representaba la unión
étnica de un país con una historia agitada. Pero esa idolatría no llegó sola.
Primero, encendió el pebetero olímpico, un privilegio que no suele recaer en
deportistas que tienen que participar de la competencia. Después, encaró el
ruido ensordecedor de las 112,524 personas que llenaron el estadio olímpico y
-enfundada en un tecnológico traje verde- completó la carrera de su vida para
lograr el oro en los 400 metros. El país se paralizó para presenciar ese
momento. Al cruzar la meta, se dejó caer al suelo en una mezcla de emoción,
perplejidad y agotamiento. Los comentaristas de la TV australiana describieron
su triunfo con palabras que son legendarias en el país: "¡Qué leyenda!
¡Qué campeona! ...
¡Qué
alivio!". Su festejo, su sonrisa en la premiación y el griterío de la
gente que no cesaba en su ovación serán completamente imposibles de olvidar.
Fuente: espndeportes.espn.go.com
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